De las 352 quebradas
que en forma directa o indirecta desembocan al río Medellín, ninguna ha sido
tan mal recompensada como “la Mina”, a pesar de que ninguna otra ha prestado
mejor servicio a los habitantes de sus riberas.
Con apenas un
kilómetro de extensión desde su nacimiento en la parte alta de “El COCO”
denominada la Conejera hasta su desembocadura
en la quebrada LA PELAHUESO (que nosotros llamábamos simplemente La
Quebradita) en la parte trasera de las
ESCUELAS PIAS de Calasanz, LA MINA tuvo
hondas repercusiones en la vida de los habitantes de El COCO LA FLORESTA y Calasanz.
El sector de “El Coco” fue poblado desde principios del
siglo XIX por gentes humildes en su gran mayoría, provenientes de las distintas
regiones de Antioquia. Algunos trabajaban en la región minera de SEGOVIA, y
cuentan que en dicha región existió un caserío similar llamado “el COCO”, en el cual
habitaban algunos mineros que luego de
regresar de su trabajo a Medellín, en la finca llamada la Quinta, en medio de los tragos uno
de los hombres al ver el parecido de los dos caseríos gritó: “viva el Coco y la
virgen del Carmen”. Desde ese momento quedó bautizado nuestro sector con tan
sonoro nombre, el señor Jesús Jaramillo. (Este relato está confirmado por personas
que vivieron estos momentos) “Alicia
Saraz y su hermano Ricardo (Cando) Hoy con sus 100
y 98 años de edad. En aquella
época no existía en el sector acueducto de agua potable, ni alcantarillado, por
lo que sus habitantes consumían el agua de la quebrada LA MINA, no solo para
beber y preparar sus alimentos sino que además se sirvieron de ella para
derivar su sustento. En efecto algunos hombres se dedicaron a sacar arena y
piedra para vender o para construir sus viviendas mientras que muchas mujeres
se dedicaron a lavar ropa, tanto propia como
ajena, la cual cobraban a cinco centavos
la docena, con planchada incluida, la cual hacían en sus casas con planchas calentadas
en una rudimentaria hornilla de carbón ya que tampoco había llegado la luz
eléctrica.
La naturaleza en su sabiduría repartió las piedras aptas
para lavar ropa en 5 puertos de trabajo a lo largo de la quebrada, como si
quisiera que ninguna lavandera quedara
lejos de su casa. Sumergidas hasta las rodillas y golpeando las prendas contra
las piedras, se podían distinguir hasta
25 lavanderas, todas con su vestido
remangado y un tabaco en la boca para espantar los mosquitos y el hambre, ya
que la gran mayoría salía para su trabajo apenas con una taza de agua panela y
un pedazo de arepa, dejando a sus hijos en idénticas condiciones.
En el primer puerto de trabajo ubicado en LA CONEJERA, muy cerca del
nacimiento de la quebrada, lavaron ropa varias generaciones de Marianita Gaviria
y su hija Carmelita; Angelina Ossa, Isabel Monsalve y Aurora Álvarez (Pelusa).
Dicen los habitantes del sector que en otra época se extrajo
oro de aquella quebrada y que por eso la llamaron LA MINA.
A doscientos metros
de su nacimiento, estaba el segundo puerto llamado propiamente La Mina por
haber sido el primero que existió. Desde los años 20 lavaron ropa en sus aguas
cristalinas, las hermanitas Gaviria: Susanita y La Chinca, lo mismo que sus hijas Dolores y Tere ; sus
nietas Soledad y Marceliana y hasta sus bisnietas Teresa, Inés y Virgelina
(Nina).
En este puerto también lavaban las hermanitas Toro: Lucila,
Mariela y Margot que tenía la clientela del sector del Banco, donde hoy está
ubicado “el Estadio”. Esther Restrepo también lavaba en este puerto.
Era tanta la dedicación y responsabilidad de las lavanderas
que aún en estado avanzado de embarazo acudían a su puesto de trabajo. Se supo
de más de una que sólo abandonaba la quebrada unos minutos antes de parir.
Corrían a su casa y en un abrir y cerrar de ojos daban a luz sus hijos a manos de Marceliana (Chanita)
que era la partera del barrio, para reincorporarse a sus labores unas horas
después.
El tercer puerto de lavado estaba ubicado frente a la casa
de Chucho Ossa. Allí lavaban Manuela Ossa, Candelaria Yepes, Salomé Álvarez,
Trinidad (Trina) Graciela (Pía), Lucila , las hermanas Córdoba: Graciela
(chela) marcela (Cela) y Margarita
(Garita) y María José (tutuy).
El cuarto puerto era el de Herminia donde se
juntaban a lavar: Indalecia, Margarita Rico, Marta Cardona, Lia Barrientos,
Ginia y su hija Dévora Tejada.
El quinto puerto era el más grande y quedaba justo en la
desembocadura de la Mina sobre la Pelahueso o quebradita como la llamaban sus
habitantes. Cien metros mas adelante se junta con la quebrada La Hueso en lo
que hoy se conoce como “el parque del amor”, En dicho sitio lavaban con jabón
extraído de un árbol de chumbimbas que había cerca, Paulina Jaramillo, Celsa,
Emma Vélez, Dolores Betancur, Teresa Paniagua, Mercedes Covaleda, Dolores
Dávila (Doloritas); Las Muñoz (Paulina y Rosario); Ernestina Maya, teresa
Paniagua, Guadalupe hoyos, Rita de Ossa y Nina Cuartas (ninita)
Los clientes de las lavanderas estaban ubicados en los
sectores del Estadio, la Floresta, y la América. El día sábado o el domingo
recogían los bultos de ropa sucia debidamente inventariada para que no se
confundiera con la de otros clientes; generalmente lavaban los lunes y los
martes, mientras que el planchado se hacía durante miércoles y jueves y el día
viernes se dedicaban a entregar en las diferentes casas. Con el dinero recogido
se dirigían a las tiendas a comprar algo de mercado para poder soportar la
siguiente semana.
Inés Maya y su hermana Graciela, surtían de tabaco a las lavanderas. Bajaban semanalmente
al Pedrero, o plaza de mercado de Cisneros donde compraban las hojas de tabaco
para armar los cigarros que luego vendían a las alegres lavanderas quienes a pesar de sus necesidades, entonaban sin falta, las canciones de la
época que el oyente desprevenido adivinaba sólo por su melodía, ya que era
difícil entender la letra que cantaban mientras seguían mascullando su tabaco.
Para mitigar el hambre y para no tener que abandonar el
trabajo, las lavanderas se turnaban para cocinar al lado de la quebrada en un
improvisado fogón de leña. Cada una traía de su casa algo para echar a la olla
que al hervir dejaba escapar ese inigualable olor del sancocho de los pobres único capaz de hacer suspender el trabajo por
unos minutos. Las madres lactantes que habían dejado sus recién nacidos en un
cambuche al lado de la quebrada, aprovechaban para amamantarlos y para comer
ellas. Luego de unos minutos nuevamente se sumergían en el agua hasta que el
sol les decía que debían volver a casa.
Recogían la ropa que habían extendido en las mangas para que
se secara y se dirigían a sus casas donde no las esperaba el descanso sino la
segunda jornada, más dura y sin remuneración pues debían preparar los alimentos
para sus hijos y su esposo, además de los otros oficios propios de una casa. La
jornada en muchos casos era rematada
debajo de las cobijas donde, en silencio, debían cumplirle a un esposo poseído por las
calenturas del alcohol.
Al día siguiente de nuevo las lavanderas se dirigían a sus
puestos de trabajo donde sumergían sus penas mientras golpeaban la ropa contra las piedras para sacarles la
mugre. Muchas llevaban a sus hijos para que se bañaran en los charcos que
formaba la quebrada y para que comieran del sancocho comunitario que con esmero
preparaba la cocinera designada para el dia.
La vida era sencilla y dura. Carecían de casi todo y los
matorrales cercanos son fieles testigos de que las lavanderas no disponían
siquiera de un baño para mitigar los afanes del sancocho.
Con la llegada del acueducto
a mediados de los años sesenta, la actividad fue decreciendo: las
invasiones de nuevos pobladores sobre todo en las riberas de la quebrada, hizo
que se fueran construyendo improvisados muros de contención y rusticas viviendas. Las aguas negras de las
casas se fueron depositando en la mina hasta convertirla en una verdadera
cloaca donde ya era imposible lavar y la quebrada La Mina, paso de ser un
manantial de vida a un basurero y un vertedero de desechos humanos. Luego se
fueron construyendo más y más viviendas y calles pavimentadas, lo que obligó a
entamborar los cauces de la quebrada.
Hoy la línea B del Metro, pasa por encima de la Hueso sin sospechar
que bajo sus rieles, en ese hilo de
aguas fétidas, alguna vez corrió todo un manantial de vida y trabajo honrado de
las más alegres lavanderas que conozca
Medellín.
Reseña contada por María Rocío Montoya Muñoz
Escrita por Ricardo Carvajal V.
Escrita por Ricardo Carvajal V.
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